BUSCAR EN EL BLOG DE LA CONTRATACION ESTATAL

sábado, agosto 02, 2014

La distribución de riesgos exige respetar el principio de justicia

Desde hace varios años comenzó a hacer carrera la teoría según la cual los contratistas de obra pública, cuando le presentan reclamaciones a las entidades contratantes, actúan como verdaderos enemigos del Estado. Los funcionarios públicos se niegan a conciliar con ellos pues temen que los reconocimientos que hagan a favor de los contratistas sean considerados un “detrimento patrimonial” y terminen corriendo a cargo suyo por la vía de eventuales juicios de responsabilidad fiscal, acciones de repetición o llamamientos en garantía. A los periodistas se les llena la boca hablando de los excesivos “sobrecostos” que generó la ejecución de determinado contrato y caen en la tentación de presentar esta situación con el tinte amarillista que cautiva a la audiencia sin analizar seriamente la causa de los mayores costos. Consecuente con lo anterior, el legislador trata de debilitar a los contratistas eliminado el principio establecido en la ley 80 de 1993 según el cual se garantizaban las utilidades del contratista y adicionalmente ordena que en los pliegos de condiciones se realice una adecuada distribución de riesgos, esto con el fin de evitar futuras demandas de los contratistas. Algunos magistrados del Consejo de Estado deciden montarse en el mismo carrusel adoptando diferentes teorías jurídicas que desconocen los principios garantistas del derecho administrativo, como aquella según la cual los contratistas no tienen derecho a indemnización alguna cuando se presenten situaciones que afecten el equilibrio del contrato, pues como ello se debió a una mala planeación del contrato, lo procedente es declarar su nulidad absoluta, cercenando de esta manera la posibilidad de hacer algún reconocimiento a favor del contratista. Y como la sensación es que los contratistas de obra pública se están enriqueciendo a costa del erario público, el legislador los convierte en su caja menor para financiar obligaciones públicas como el mantenimiento del orden público y la educación, optando por gravar esta actividad con cargas tributarias como el impuesto de guerra y recientemente con la estampilla pro Universidad Nacional.

Pero para el Estado, la existencia de los contratistas de obra pública pareciera ser vista como un mal necesario con el cual se tiene que convivir y, a pesar del ambiente de desconfianza que pareciera regir las relaciones con ellos, decide emprender importantes proyectos de infraestructura invitándolos a convertirse en sus “aliados” para el desarrollo de la infraestructura pública a través de proyectos de Asociación Público Privada (APP);  sin embargo, estas invitaciones se parecen más a la conminación que se hace a un enemigo para que a través de una rendición acepte las condiciones que se le imponen, en vez de ser una invitación a un amigo para que, basado en reglas justas y equitativas, se asocie con el fin de sacar adelante determinado proyecto.

El documento en el cual queda reflejada la capitulación final del contratista es la matriz de distribución de riesgos que forma parte del contrato de adhesión que le fue ofrecido por el Estado para ser simplemente aceptado o rechazado.

Los estructuradores de los proyectos de asociación público mostrarán después como una experiencia exitosa que hubiera resultado al menos un grupo privado lo suficientemente osado para aceptar las inequitativas condiciones ofrecidas, sin importar que dicha inequidad será fuente de innumerables conflictos y en un futuro muy probablemente pondrá en riesgo la viabilidad misma del proyecto.

Siempre he insistido en la necesidad de tener presentes los principios inspiradores del derecho administrativo y, tal vez ingenuamente, he creído que si estos principios fueran tenidos en cuenta la actitud de funcionarios públicos, asesores y magistrados sería diferente frente a las relaciones que entabla con sus contratistas.

Con el ánimo entonces de que dichos principios sean recordados, me voy a permitir hacer una transcripción extensa de la parte pertinente de la obra “Distribución de los riesgos en la contratación administrativa” del autor Raúl Enrique Granillo Ocampo, publicado por editorial ASTREA en Buenos Aires en el año 1990. Es importante anotar que los principios aquí expuestos reflejan el desarrollo de la teoría administrativa que tuvo su origen en el Consejo de Estado francés y que se ha fundamentado en derechos fundamentales como el respeto a la propiedad privada y a la igualdad, que son comunes a todas nuestras constituciones y por tanto son plenamente aplicables en Colombia prevaleciendo a pesar de que la doctrina local, los documentos CONPES e incluso las normas de raigambre legal digan otra cosa.

“c) EL CONCEPTO DE FUERZA MAYOR EN LA CONTRATACION ADMINISTRATIVA. En la contratación administrativa, la relación de intereses ya no es la misma. En primer término, porque frente al interés del contratista, se coloca el interés público que el contrato tiende a satisfacer. En segundo término, porque la subordinación de los intereses privados de las partes a ese interés primario esencial, produce que éstos ya no sean totalmente opuestos entre sí. Ni la Administración puede estar guiada por un fin de lucro, no el cocontratante puede llegar a pretender un beneficio más allá de lo justo y razonable. Nuevamente la finalidad del contrato se revela como el elemento clave para la comprensión de esta institución.

“En el moderno derecho público la igualdad ante las cargas públicas es un principio rector que rige toda la materia referida a la responsabilidad de la Administración, tanto en el terreno contractual como extracontractual. El cocontratante está colaborando como la Administración en la prestación de un servicio público y en la consecución del bienestar social. Si bien es cierto que espera de esa actividad un beneficio, ello justifica que sean a su cargo los riesgos ordianrios del negocio, mas no los riesgos o áleas extraordinarias que normalmente operan a través de crisis generales. La traslación de éstas a la Administración permite, vía la recaudación impositiva, una colectivización del riesgo y un reparto de cargas entre todos aquellos que se benefician con la prestación contractual, esto es, la sociedad toda, argumento utilizado por el Conseil d’Etat francés desde el origen mismo de esta teoría, y que entre nosotros encuentra un respaldo muy importante en las disposiciones del art. 16 de la Const. Nacional (equivalente al artículo 13 de nuestra Constitución Política que consagra el derecho a la igualdad).

“d) LA FUERZA MAYOR Y LA TEORÍA DE LA IMPREVISIÓN. En síntesis, no existe en el terreno de la dogmática ni desde un punto de vista práctico, razón alguna para excluir el funcionameinto de la teoría de la fuerza mayor en los supuestos de grave onerosidad sobrevenida. La imprevisión contractual, como expresara el Conseil d’Etat francés, no es otra cosa que una noción administrativa de la fuerza mayor, más ágil de lo que es la noción civilista (no exige la imposibilidad absoluta)…

3) CONTINUIDAD DEL SERVICIO Y CUMPLIMIENTO DEL FIN DEL CONTRATO. Conforme venimos resaltando, los contratos de la Administración se celebran como una forma de satisfacer un fin, un servicio o una utilidad pública. Ese contenido finalista del contrato no se satisface cuando, ante la variación de circunstancias, el contratista se encuentra poco menos que imposibilitado de seguir ejecutando su prestación. Conforme a la tesis que triunfara en el arrét “Gaz de Bordeaux”, en estas circunstancias, el fin público impone introducir las modificaciones necesarias para que el contrato pueda seguir siendo ejecutado en forma regular y continuada.

“Conforme lo manifestara Forsthoff, la rigidez del contrato no puede actuar en contradicción con el interés público. Atenuar el vínculo contractual en favor de las necesidades públicas, está perfectamente de acuerdo con la particular integración del contrato en el derecho público y con la estructura pública de la Administración. La incidencia del fin público en el contrato administrativo, elimina la rigidez de la relación convencional privada y permite justificar su modificación cada vez que la continuidad del servicio está en riesgo. Lo más importante es que el contrato se cumpla, que la obra se concrete o el servicio público se realice, y para ello es preciso mantener al contratista en condiciones de ejecutar su prestación.

“Como se ha puntualizado, obligar al contratista a ejecutar el contrato en condiciones que únicamente conducirían a su quiebra, no sólo provoca problemas al contratista sino también a la propia Administración, que normalmente se verá obligada a una nueva licitación, fatalmente más onerosa; y a la propia comunidad, ya que, o verá interrumpida la continuidad de una prestación, en la que se encuentra directamente interesada, o verá disminuida totalmente la calidad de ella, ya que la realidad demuestra que un contratista para el cual una obra o servicio deviene deficitario, tratará de reducir las pérdidas por todos los medios posibles, con el consiguiente quebranto de la calidad del servicio.

“El contrato no se concierta con un fin de lucro para la Administración. Por ello, la ganancia que se podría obtener por la variación de las condiciones de ejecución, no justifica todos los daños colaterales que ello implica. Adicionalmente, conforme ya lo señaláramos en otra parte de este trabajo, y fuera puntualizado por Jéze y García de Enterría, esa asunción de la mayor onerosidad sobreviniente, lejos de significar un perjuicio a la Administración, se traduce en un beneficio económico para ella, que se vehiculiza a través de mejores y más numerosos oferentes (la eliminación del riesgo de una pérdida imposible de asumir permite la concurrencia a la licitación de empresas que de otra manera se abstendrán) y condiciones económicas de ejecución (al no incluirse en el precio el valor de este riesgo excesivo, ya sea mediante el costo de una prima de seguros, ya sea a través de una ruleta económica libremente asumida)” (subraya y negrilla fuera de texto).

La presentación que hace el autor es realmente ilustrativa de los efectos de una inadecuada distribución de riesgos contractuales: por un lado se incurre en una práctica abiertamente contraria a la Constitución pues afecta el principio de igualdad ante las cargas públicas al trasladarle al contratista o al concesionario riesgos que deben quedar radicados en cabeza del Estado para ser repartidos entre toda la comunidad; por otro lado, se corre el riesgo de que, cuando se presente el riesgo, el contrato se vuelva inviable y no se logre el objetivo buscado con su celebración; adicionalmente desestimula la presentación de ofertas (como ha ocurrido en las licitaciones de la ANI) o las encarece.

Concluyamos diciendo que las estipulaciones contractuales que hagan una injusta, inequitativa y abusiva distribución de riesgos son nulas e incluso ineficaces. Para ampliar esta idea los invito a leer el siguiente artículo: 

La distribución de riesgos en los proyectos de APP: un claro abuso del derecho por parte de las entidades estatales