Desde hace varios años comenzó a
hacer carrera la teoría según la cual los contratistas de obra pública, cuando
le presentan reclamaciones a las entidades contratantes, actúan como verdaderos
enemigos del Estado. Los funcionarios públicos se niegan a conciliar con ellos
pues temen que los reconocimientos que hagan a favor de los contratistas sean
considerados un “detrimento patrimonial” y terminen corriendo a cargo suyo por
la vía de eventuales juicios de responsabilidad fiscal, acciones de repetición
o llamamientos en garantía. A los periodistas se les llena la boca hablando de los
excesivos “sobrecostos” que generó la ejecución de determinado contrato y caen
en la tentación de presentar esta situación con el tinte amarillista que cautiva
a la audiencia sin analizar seriamente la causa de los mayores costos.
Consecuente con lo anterior, el legislador trata de debilitar a los contratistas
eliminado el principio establecido en la ley 80 de 1993 según el cual se
garantizaban las utilidades del contratista y adicionalmente ordena que en los
pliegos de condiciones se realice una adecuada distribución de riesgos, esto con
el fin de evitar futuras demandas de los contratistas. Algunos magistrados del
Consejo de Estado deciden montarse en el mismo carrusel adoptando diferentes
teorías jurídicas que desconocen los principios garantistas del derecho
administrativo, como aquella según la cual los contratistas no tienen derecho a
indemnización alguna cuando se presenten situaciones que afecten el equilibrio
del contrato, pues como ello se debió a una mala planeación del contrato, lo procedente
es declarar su nulidad absoluta, cercenando de esta manera la posibilidad de
hacer algún reconocimiento a favor del contratista. Y como la sensación es que los
contratistas de obra pública se están enriqueciendo a costa del erario público,
el legislador los convierte en su caja menor para financiar obligaciones públicas
como el mantenimiento del orden público y la educación, optando por gravar esta
actividad con cargas tributarias como el impuesto de guerra y recientemente con
la estampilla pro Universidad Nacional.
Pero para el Estado, la
existencia de los contratistas de obra pública pareciera ser vista como un mal
necesario con el cual se tiene que convivir y, a pesar del ambiente de
desconfianza que pareciera regir las relaciones con ellos, decide emprender importantes
proyectos de infraestructura invitándolos a convertirse en sus “aliados” para
el desarrollo de la infraestructura pública a través de proyectos de Asociación
Público Privada (APP); sin embargo, estas
invitaciones se parecen más a la conminación que se hace a un enemigo para que a
través de una rendición acepte las condiciones que se le imponen, en vez de ser
una invitación a un amigo para que, basado en reglas justas y equitativas, se
asocie con el fin de sacar adelante determinado proyecto.
El documento en el cual queda
reflejada la capitulación final del contratista es la matriz de distribución de
riesgos que forma parte del contrato de adhesión que le fue ofrecido por el
Estado para ser simplemente aceptado o rechazado.
Los estructuradores de los
proyectos de asociación público mostrarán después como una experiencia exitosa
que hubiera resultado al menos un grupo privado lo suficientemente osado para
aceptar las inequitativas condiciones ofrecidas, sin importar que dicha
inequidad será fuente de innumerables conflictos y en un futuro muy
probablemente pondrá en riesgo la viabilidad misma del proyecto.
Siempre he insistido en la
necesidad de tener presentes los principios inspiradores del derecho
administrativo y, tal vez ingenuamente, he creído que si estos principios
fueran tenidos en cuenta la actitud de funcionarios públicos, asesores y
magistrados sería diferente frente a las relaciones que entabla con sus
contratistas.
Con el ánimo entonces de que
dichos principios sean recordados, me voy a permitir hacer una transcripción
extensa de la parte pertinente de la obra “Distribución de los riesgos en la
contratación administrativa” del autor Raúl Enrique Granillo Ocampo, publicado
por editorial ASTREA en Buenos Aires en el año 1990. Es importante anotar que
los principios aquí expuestos reflejan el desarrollo de la teoría
administrativa que tuvo su origen en el Consejo de Estado francés y que se ha
fundamentado en derechos fundamentales como el respeto a la propiedad privada y
a la igualdad, que son comunes a todas nuestras constituciones y por tanto son
plenamente aplicables en Colombia prevaleciendo a pesar de que la doctrina
local, los documentos CONPES e incluso las normas de raigambre legal digan otra
cosa.
“c) EL
CONCEPTO DE FUERZA MAYOR EN LA CONTRATACION ADMINISTRATIVA. En la contratación
administrativa, la relación de intereses ya no es la misma. En primer término,
porque frente al interés del contratista, se coloca el interés público que el
contrato tiende a satisfacer. En segundo término, porque la subordinación de
los intereses privados de las partes a ese interés primario esencial, produce
que éstos ya no sean totalmente opuestos entre sí. Ni la Administración puede
estar guiada por un fin de lucro, no el cocontratante puede llegar a pretender
un beneficio más allá de lo justo y razonable. Nuevamente la finalidad del
contrato se revela como el elemento clave para la comprensión de esta
institución.
“En el moderno
derecho público la igualdad ante las cargas públicas es un principio rector que
rige toda la materia referida a la responsabilidad de la Administración, tanto
en el terreno contractual como extracontractual. El cocontratante está
colaborando como la Administración en la prestación de un servicio público y en
la consecución del bienestar social. Si bien es cierto que espera de esa
actividad un beneficio, ello justifica que sean a su cargo los riesgos
ordianrios del negocio, mas no los riesgos o áleas extraordinarias que
normalmente operan a través de crisis generales. La traslación de éstas a la
Administración permite, vía la recaudación impositiva, una colectivización del
riesgo y un reparto de cargas entre todos aquellos que se benefician con la
prestación contractual, esto es, la sociedad toda, argumento utilizado por el Conseil d’Etat francés desde el origen
mismo de esta teoría, y que entre nosotros encuentra un respaldo muy importante
en las disposiciones del art. 16 de la Const. Nacional (equivalente al artículo 13 de nuestra Constitución Política que
consagra el derecho a la igualdad).
“d) LA FUERZA
MAYOR Y LA TEORÍA DE LA IMPREVISIÓN. En síntesis, no existe en el terreno de la
dogmática ni desde un punto de vista práctico, razón alguna para excluir el
funcionameinto de la teoría de la fuerza mayor en los supuestos de grave
onerosidad sobrevenida. La imprevisión contractual, como expresara el Conseil d’Etat francés, no es otra cosa
que una noción administrativa de la fuerza mayor, más ágil de lo que es la
noción civilista (no exige la imposibilidad absoluta)…
3) CONTINUIDAD
DEL SERVICIO Y CUMPLIMIENTO DEL FIN DEL CONTRATO. Conforme venimos resaltando,
los contratos de la Administración se celebran como una forma de satisfacer un
fin, un servicio o una utilidad pública. Ese contenido finalista del contrato
no se satisface cuando, ante la variación de circunstancias, el contratista se
encuentra poco menos que imposibilitado de seguir ejecutando su prestación.
Conforme a la tesis que triunfara en el arrét
“Gaz de Bordeaux”, en estas circunstancias, el fin público impone introducir
las modificaciones necesarias para que el contrato pueda seguir siendo
ejecutado en forma regular y continuada.
“Conforme lo
manifestara Forsthoff, la rigidez del contrato no puede actuar en contradicción
con el interés público. Atenuar el vínculo contractual en favor de las
necesidades públicas, está perfectamente de acuerdo con la particular
integración del contrato en el derecho público y con la estructura pública de
la Administración. La incidencia del fin público en el contrato administrativo,
elimina la rigidez de la relación convencional privada y permite justificar su
modificación cada vez que la continuidad del servicio está en riesgo. Lo más
importante es que el contrato se cumpla, que la obra se concrete o el servicio
público se realice, y para ello es preciso mantener al contratista en
condiciones de ejecutar su prestación.
“Como se ha
puntualizado, obligar al contratista
a ejecutar el contrato en condiciones que únicamente conducirían a su quiebra,
no sólo provoca problemas al contratista sino también a la propia
Administración, que normalmente se verá obligada a una nueva licitación,
fatalmente más onerosa; y a la propia comunidad, ya que, o verá interrumpida la
continuidad de una prestación, en la que se encuentra directamente interesada,
o verá disminuida totalmente la calidad de ella, ya que la realidad demuestra
que un contratista para el cual una obra o servicio deviene deficitario,
tratará de reducir las pérdidas por todos los medios posibles, con el
consiguiente quebranto de la calidad del servicio.
“El contrato
no se concierta con un fin de lucro para la Administración. Por ello, la
ganancia que se podría obtener por la variación de las condiciones de
ejecución, no justifica todos los daños colaterales que ello implica. Adicionalmente, conforme ya lo
señaláramos en otra parte de este trabajo, y fuera puntualizado por Jéze y
García de Enterría, esa asunción de la mayor onerosidad sobreviniente, lejos de
significar un perjuicio a la Administración, se traduce en un beneficio
económico para ella, que se vehiculiza a través de mejores y más numerosos
oferentes (la eliminación del riesgo de una pérdida imposible de asumir permite
la concurrencia a la licitación de empresas que de otra manera se abstendrán) y
condiciones económicas de ejecución (al no incluirse en el precio el valor de
este riesgo excesivo, ya sea mediante el costo de una prima de seguros, ya sea
a través de una ruleta económica libremente asumida)” (subraya y
negrilla fuera de texto).
La presentación que hace el autor
es realmente ilustrativa de los efectos de una inadecuada distribución de
riesgos contractuales: por un lado se incurre en una práctica abiertamente
contraria a la Constitución pues afecta el principio de igualdad ante las
cargas públicas al trasladarle al contratista o al concesionario riesgos que
deben quedar radicados en cabeza del Estado para ser repartidos entre toda la
comunidad; por otro lado, se corre el riesgo de que, cuando se presente el
riesgo, el contrato se vuelva inviable y no se logre el objetivo buscado con su
celebración; adicionalmente desestimula la presentación de ofertas (como ha
ocurrido en las licitaciones de la ANI) o las encarece.
Concluyamos diciendo que las
estipulaciones contractuales que hagan una injusta, inequitativa y abusiva
distribución de riesgos son nulas e incluso ineficaces. Para ampliar esta idea
los invito a leer el siguiente artículo: