El
tema de la distribución de riesgos se ha vuelto crucial en todos los contratos
del Estado; por mandato de la ley 1150 de 2007, resulta obligatorio que desde
los estudios previos se proyecte cual va a hacer la distribución de los riesgos
“previsibles” e incluso se prevé la obligación de agotar una etapa en la cual
los interesados presenten sus observaciones frente a la distribución
proyectada. La ley 1508, al regular las asociaciones público privadas,
estableció que éste era un instrumento de vinculación del capital privado que
se materializa en un contrato que, entre otros elementos, “involucra la
retención y transferencia de riesgos entre las partes”. Su decreto
reglamentario 1467 de 2012 dispuso que la tipificación, estimación y asignación
de los riesgos del proyecto se hará de acuerdo con los criterios establecidos
en la ley 80 de 1993, la ley 448 de 1998, la ley 1150 de 2007, los documentos
CONPES y las normas que regulan la materia.
Por
su parte, el decreto 423 de 2001, reglamentario de la ley 448 de 1998,
estableció que la orientación de la política de riesgo contractual a cargo del
CONPES, se hará “a partir del principio de
que corresponde a las entidades estatales asumir los riesgos propios de su
carácter público y del objeto social para el que fueron creadas o autorizadas,
y a los contratistas aquéllos
determinados por el lucro que constituye el objeto principal de su actividad”.
Sabiendo que hay riesgos que por su magnitud y efectos debe estar radicados en
cabeza del Estado, pues es él quien tiene la posibilidad de redistribuirlos
entre todos los ciudadanos, es que la ley 1150 de 2007 sólo prevé la
transferencia a los contratistas de los riesgos previsibles, pues los
imprevisibles deben continuar radicados en cabeza del Estado.
El
CONPES ha expedido varios documentos en los cuales es constante la afirmación
según la cual el riesgo es asignado a quien mejor lo puede administrar o
manejar.
A
pesar de que la ley 1150 de 2007 establece la obligatoriedad de agotar una
etapa en la cual “los oferentes y la entidad revisarán la asignación de riesgos
con el fin de establecer su distribución definitiva”, lo cierto es que la
existencia de dicha oportunidad no cambia la naturaleza de los pliegos de
condiciones, los cuales siguen siendo actos administrativos unilaterales en los
cuales se impone una decisión a los administrados, y por lo tanto el contrato
que surge de la presentación de la oferta y de la posterior adjudicación, no
deja de ser un contrato de adhesión. De hecho, el lenguaje del legislador es lo
suficientemente claro pues habla de “asignación” de riesgo, expresión que
resalta el carácter unilateral de la decisión adoptada por la entidad estatal.
La
situación no es diferente en el campo de las Asociaciones Público Privadas
(APP) pues la ley 1508 de manera clara habla de la “retención y transferencia
de riesgos entre las partes”, lo que significa ni más ni menos que hay una
parte que decide que riesgos retiene y otra a la cual algunos de ellos le son
transferidos: aquí también estamos en presencia de una decisión unilateral del
Estado. Podría pensarse que la situación es diferente cuando la iniciativa de
la APP es de los particulares, pero como los originadores deben someterse a los
parámetros que fije la entidad destinataria para que el proyecto sea aprobado, en
la práctica el proponente termina sometiéndose a la asignación de riesgos que
proponga la entidad, lo que significa que la voluntad de ésta es la que termina
imponiéndose.
Bien
es sabido que unilateralidad no puede ser ejercida con arbitrariedad y que incluso
cuando se trata de decisiones discrecionales (y la distribución de riesgos es
sin duda una decisión discrecional), el legislador impuso límites como los contenidos
en el artículo 44 del Código de Procedimiento Administrativo y de lo
Contencioso Administrativo, según el cual “en la medida en que el contenido de
una decisión de carácter general o particular sea discrecional, debe ser adecuada a los fines de la
norma que la autoriza, y proporcional a los hechos que le sirven de causa”,
todo lo cual debe entenderse en concordancia con la ley 80 de 1993, la ley 448
de 1998, la ley 1150 de 2007 y la ley 1508 de 2012.
La
normatividad vigente marcó unos parámetros que son suficientes para entender
que el legislador no quería que existiera una transferencia total de riesgos a
cargo de los contratistas: el decreto reglamentario 423 de 2001 fue claro al
expresar que corresponde a las
entidades estatales asumir los riesgos propios de su carácter público y del
objeto social para el que fueron creadas o autorizadas y la ley 1150 de
2007 sólo permite que sean los riesgos previsibles
los que son objeto de asignación al contratista.
Sin
embargo, en la práctica vemos que estos principios generales son
sistemáticamente desatendidos por las entidades estatales e incluso por el
Consejo de Política Económica y Social (CONPES) al expedir sus documentos
orientadores, pues la tendencia es asignarle al contratista la mayor parte de
los riesgos previsibles e imprevisibles, estos últimos disfrazados en unos
casos de una supuesta previsibilidad y en otros del carácter asegurable del
riesgo, mientras que la entidad retiene riesgos de casi imposible
materialización.
Para
justificar la transferencia indiscriminada de los riesgos, actualmente para las
entidades estatales casi todos los riesgos son previsibles pues identifican
previsibilidad con posibilidad de ser “imaginado”. Así, si alguien puede
imaginarse que en un futuro podrá haber una reforma tributaria, el riesgo se
convierte en previsible así no se sepa ni cuando, ni cuál será su contenido y
alcance ni su efecto en la economía del contrato. Por esta vía, las entidades
consideran que es previsible el cambio tributario,
el cambiario, el cambio legislativo, las demoras de las autoridades ambientales
durante el trámite de licencias ambientales, el retardo de los jueces en el
trámite de las expropiaciones, o incluso el cambio de tecnologías etc. Incluso
el orden público dejó de ser imprevisible so pretexto del conocimiento que los
habitantes del territorio deben tener de la existencia de la guerrilla, de la
delincuencia organizada, del conflicto social, de los movimientos cívicos, etc.
Hasta los desastres naturales dejaron de estar radicados en cabeza del Estado so
pretexto de que ellos pueden ser asegurados y por esa vía se trasfiere el riesgo
de caso fortuito y fuerza mayor “asegurable”, sin importar cuál es el costo
real de una prima de seguros que ampare esos riesgos e incluso también trasladándole
al contratista el riesgo del infraseguro y los deducibles.
Enfrentar
una discusión alrededor de este tema, con criterios estrictamente legales
resulta, la mayoría de las veces, infructuosa pues las entidades han sido
permeadas por los fines buscados por entidades como el CONPES quienes de manera
expresa incluyen como uno de los objetivos de la gestión del riesgo contractual
“contribuir a la reducción de
controversias judiciales y extrajudiciales en contra del Estado”,
objetivo éste que es válido si la reducción de dichos conflictos se logra
gracias a una distribución equitativa de riesgos y a la inclusión de mecanismos
ágiles de solución de conflictos y de medidas que garanticen el equilibrio
económico financiero del contrato, pero es ilegítimo y abusivo si lo que se
busca simplemente es reducir las controversias contractuales por la vía de coartar
los derechos de los contratistas, limitándoles la posibilidad de acceder a la
administración de justicia al asignarle riesgos indiscriminada y abusivamente e
impidiéndoles en consecuencia hacer valer el principio del equilibrio económico
del contrato que, como bien se sabe, tiene fundamento constitucional en los
derechos a la igualdad ante las cargas públicas y el respeto a la propiedad
privada.
Como
la decisión sobre cuales riesgos se retienen y cuales se asignan es de
competencia de la entidad estatal y como tal se decide de manera unilateral y
no negociada, el papel de los empresarios del sector se reduce a tomar la
decisión de participar en las licitaciones o no hacerlo, tal como ha ocurrido
en las recientes experiencias de los proyectos de cuarta generación, en los
cuales la escasa presencia de proponentes y la casi absoluta ausencia de oferentes
extranjeros, demuestra que los contratistas privados evaluaron los proyectos y
concluyeron que en las condiciones ofrecidas no era viable su participación.
La
actual situación me lleva a concluir que la gestión del riesgo contractual
realizada por las entidades estatales en los diferentes campos de la
contratación estatal, no se hace con criterios técnicos y jurídicos sino con
criterios eminentemente prácticos, dirigidos a transferir a los contratistas la
mayor parte de los riesgos y a retener sólo los improbables e inocuos, todo con
el fin de evitar futuras reclamaciones judiciales o extrajudiciales, más que
con el fin de generar una relación justa
entre las partes que garantice el equilibrio económico del contrato y permita
el cumplimiento satisfactorio y oportuno de las obligaciones contractuales.
Los
eventuales cambios que se produzcan sobre la forma como están actuando las
entidades estatales, difícilmente se logrará a través de discusiones jurídicas
o técnicas pues en últimas estamos en presencia de un pulso entre el poder
público y los contratistas y en la medida en que éstos continúen participando
en licitaciones diseñadas de manera inequitativa, la balanza se irá inclinando
hacia la distribución inequitativa y abusiva de los riesgos.
Sin
embargo, la distribución inequitativa e injusta de los riesgos que hacen las
entidades actualmente, no debería ser fuente de tranquilidad para ellas, pues
en el camino serán muchas las discusiones sobre la validez y la eficacia de las
cláusulas abusivas introducidas en los pliegos de condiciones, pues entre otras
cosas, las entidades parecen olvidar que en el numeral 5 del artículo 24
de la ley 80 de 1993 se estableció que “serán ineficaces de pleno derecho
las estipulaciones de los pliegos o términos de referencia y de los contratos que contravengan lo dispuesto en este
numeral”, siendo una de las reglas contenidas en este numeral 5 que en
los pliegos se deben definir “reglas objetivas, justas, claras y completas que permitan la confección de
ofrecimientos de la misma índole… (lit. b)” y otra que “No se incluirán condiciones y exigencias de imposible
cumplimiento, ni exenciones de la responsabilidad derivada de los
datos, informes y documentos que se suministren (lit c)”. Una distribución
inadecuada de riesgos afecta evidentemente el principio de justicia pero sobre
todo termina generando condiciones de imposible cumplimiento para el
contratista o el concesionario, derivadas de trasladarle riesgos que las
entidades estatales debían asumir por ser “propios de su carácter público y del
objeto social para el que fueron creadas o autorizadas” (decreto 423 de 2001).
Igualmente se abrirá la discusión sobre posibles causales de nulidad por objeto
ilícito derivada de la violación de las normas de orden público que regulan la
materia en el sentido de exigir una adecuada distribución de riesgos antes que
una abusiva asignación indiscriminada de los mismos.
Que
la inclusión de este tipo de cláusulas en los nuevos contratos de concesión no
debe ser motivo de tranquilidad para los estructuradores de los proyectos y
para las entidades públicas, lo demuestra una reciente sentencia del Consejo de
Estado, en la cual se abordó con seriedad el tema de las cláusulas abusivas y
se expresó lo siguiente:
“Como
puede verse, en el Derecho Colombiano existe una clara tendencia a proscribir y
limitar los acuerdos que contengan cláusulas abusivas, vejatorias, leoninas,
esto es aquellas que muestren de manera evidente, injustificada e irrazonable
una total asimetría entre los derechos, prestaciones, deberes y/o poderes de
los intervinientes, en especial cuando uno de ellos sea el mismo Estado, todo
lo cual, debe enfatizarse, encuentra amplio y suficiente fundamento
constitucional, partiendo del preámbulo de la Carta Política; el artículo 2°
según el cual constituyen fines del Estado, entre otros, garantizar la
efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la
Constitución y asegurar la vigencia de un orden justo; el artículo 6° que
consagra el principio de legalidad, según el cual los servidores públicos son
responsables por infringir la Constitución y la ley y por “omisión o
extralimitación en el ejercicio de sus funciones”; el artículo 13 que prevé
que el Estado debe proteger especialmente a “aquellas personas que por su
condición económica, física o mental, se encuentren en circunstancia de
debilidad manifiesta y sancionará los abusos o maltratos que contra ellas se
cometan”; el artículo 83 según el cual todas las actuaciones que adelanten
las autoridades públicas deben ceñirse a los postulados de la buena fe; el artículo
90 que obliga al Estado a reparar los daños antijurídicos que le sean
imputables; el numeral 1° del artículo 95 que establece el deber de toda
persona de respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios; los
principios con fundamento en los cuales debe desarrollarse la función
administrativa (artículo 209), en especial los de igualdad, moralidad e imparcialidad,
los cuales, en virtud del principio de irradiación constitucional, deben
aplicarse a cualquier actuación que adelante la Administración” (Sección
Tercera, Sala Plena, Consejero Ponente Mauricio Fajardo Gómez, 28 de abril de
2014, radicado 200012331000200900199 01 (41.834)).
Retomando la cita que
hacíamos en otro artículo sobre la distribución de riesgos en la contratación
administrativas (La distribución de riesgos exige respetar el principio de justicia), reiteremos lo siguiente:
“Como se ha puntualizado, obligar al contratista a ejecutar el
contrato en condiciones que únicamente conducirían a su quiebra, no sólo
provoca problemas al contratista sino también a la propia Administración, que
normalmente se verá obligada a una nueva licitación, fatalmente más onerosa; y
a la propia comunidad, ya que, o verá interrumpida la continuidad de una
prestación, en la que se encuentra directamente interesada, o verá disminuida
totalmente la calidad de ella, ya que la realidad demuestra que un contratista
para el cual una obra o servicio deviene deficitario, tratará de reducir las
pérdidas por todos los medios posibles, con el consiguiente quebranto de la
calidad del servicio" (Distribución de los riesgos en la contratación administrativa, Raúl Enrique Granillo Ocampo, Ed. EASTREA, Buenos Aires, 1990).
Los contratos que están
diseñando actualmente algunas entidades como la ANI, contienen cláusulas que
claramente pretenden que, ante determinados riesgos, el concesionario continúe ejecutando el
contrato en condiciones tales que lo llevarán a una quiebra segura, sin que el
Estado acuda en su auxilio a pesar de ser riesgos que evidentemente eran
imprevisibles y, sobre todo, imposibles de ser administrados por un particular.
Ojalá los estructuradores miraran
las experiencias que se están viviendo en el exterior como ocurre con algunas
concesiones de Autopistas en España, pues aquí también puede llegarse al punto al
cual se llegó allí, en concesiones
en las cuales por problemas de estimaciones de tráfico y de adquisiciones prediales,
entre otras, tuvieron que ser objeto de un programa de rescate del
Gobierno, dejando tras ese rescate a las sociedades concesionarias en serios problemas
económicos o incluso en la quiebra. La experiencia española se constituye
también en una señal de alerta para los financiadores de estos proyectos para
que evalúen la viabilidad financiera de recuperar sus préstamos con las
leoninas condiciones impuestas por los estructuradores.
Sobre
estas experiencias sugerimos leer los siguientes artículos:
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