Hace
unos días escuchaba un capítulo del programa radial Historia del Mundo de la
profesora Diana Uribe dedicado al Siglo de Pericles, en el que describía al estadista
ateniense de la siguiente manera: “su honestidad estuvo siempre a toda prueba,
pero así como era de honesto también era un tipo fresco, o no hizo de la honestidad una religión,
no se volvió un perseguidor, fue lo suficientemente indulgente con las
flaquezas y las debilidades humanas para poder gobernar a los atenienses y lo
suficientemente honesto y recto con su propio carácter para poder ser ejemplo
para toda la ciudad. Tenia el equilibrio entre la rectitud y la indulgencia,
porque muchas veces, las personas que son de una rectitud intachable, pueden
llegar a ser terriblemente severas. El no tenía esa severidad, sí tenia esa
rectitud y además era un tipo capaz de comprender las flaquezas de la
naturaleza humana…”
La
descripción que hizo la historiadora Diana Uribe del estadista griego, me
permitió entender por qué generan escozor las cruzadas moralistas de quienes se
autodenominan adalides de la honestidad y la rectitud y que enarbolan estas
banderas para atacar indiscriminadamente a los servidores públicos e incluso a
los contratistas del Estado. Lo primero que molesta es que la honestidad no
tiene que predicarse pues es una virtud que brilla por sí sola; lo segundo es
que cuando la honestidad se convierte en una religión y en una actitud
fundamentalista, se cae en el extremo de querer castigar, no sólo a quien de
verdad se lo merece, sino también a personas inocentes o a quienes cometieron
errores que para la ley no merecen sanción (pagan justos por pecadores).
No
puede ser entonces honesta y recta la persona que acusa o castiga a un inocente
o que persigue a quien cometió una falta leve que, ante la ley, carece de relevancia
jurídica.
Los
fundamentalistas de la honestidad (real o simplemente predicada) desconocen que
nuestro constituyente fue intencionalmente indulgente con los servidores
públicos al establecer niveles mínimos de culpabilidad que deben existir para poderles
exigir responsabilidad patrimonial.
Citemos
por ejemplo la regulación de la responsabilidad patrimonial de los servidores
públicos prevista en el artículo 90 de la Constitución Nacional: esta norma
establece la posibilidad de exigirle al servidor público que responda con su
propio patrimonio, por haber dado lugar a una condena en contra de la entidad
estatal. Sin embargo, establece una condición para que pueda exigírsele al
servidor este tipo de responsabilidad: que hubiera actuado con dolo o culpa grave. Esto significa que no en cualquier
caso en que una conducta del servidor hubiera dado lugar a una condena en
contra del Estado, puede pedírsele que responda con su propio patrimonio: si el
servidor actuó con culpa levísima o leve, su responsabilidad patrimonial está
excluida
El
legislador quiso hacer caso omiso de estar restricción al expedir la ley 160 de
2000, pues, al regular la responsabilidad fiscal, estableció en el parágrafo
segundo del artículo 4 que “El grado de culpa a partir del cual se podrá
establecer responsabilidad fiscal será
el de la culpa leve”. Por este motivo, la Corte Constitucional a través
de la sentencia c-619 de 2002, corrigió este entuerto con fundamento en los
siguientes argumentos:
“6.5.
Y es precisamente en ese punto en donde resalta la contrariedad de las
expresiones acusadas con el Texto Superior, toda vez que ellas establecen un
régimen para la responsabilidad fiscal mucho más estricto que el configurado
por el constituyente para la responsabilidad patrimonial que se efectiviza a
través de la acción de repetición (C.P. art. 90-2), pues en tanto que esta última remite al dolo o a la culpa grave del
actor, en aquella el legislador desborda ese ámbito de responsabilidad y remite
a la culpa leve. Así, mientras un agente estatal que no cumple gestión
fiscal tiene la garantía y el convencimiento invencible de que su conducta leve
o levísima nunca le generará responsabilidad patrimonial, en tanto ella por
expresa disposición constitucional se limita sólo a los supuestos de dolo o
culpa grave, el agente estatal que ha sido declarado responsable fiscalmente, de
acuerdo con los apartes de las disposiciones demandadas, sabe que puede ser
objeto de imputación no sólo por dolo o culpa grave, como en el caso de
aquellos, sino también por culpa leve.
“6.6.
Para la Corte, ese tratamiento vulnera el artículo 13 de la Carta pues
configura un régimen de responsabilidad patrimonial en el ámbito fiscal que
parte de un fundamento diferente y mucho más gravoso que el previsto por el
constituyente para la responsabilidad patrimonial que se efectiviza a través de
la acción de repetición. Esos dos
regímenes de responsabilidad deben partir de un fundamento de imputación
proporcional pues, al fin de cuentas, de lo que se trata es de resarcir el daño
causado al Estado. En el caso de la responsabilidad patrimonial, a
través de la producción de un daño antijurídico que la persona no estaba en la
obligación de soportar y que generó una condena contra él, y, en el caso de la
responsabilidad fiscal, como consecuencia del irregular desenvolvimiento de la
gestión fiscal que se tenía a cargo”.
Esa
misma indulgencia del legislador se observa en el ámbito del derecho penal, pues
para la mayoría de los delitos contra la administración pública se exige la
existencia del dolo, excluyendo por tanto el castigo por actuaciones culposas.
En
el régimen disciplinario el legislador es menos indulgente que en los casos
anteriores pues la mayoría de las faltas disciplinarias se configuran a título
de culpa o dolo.
Lo
que resulta importante destacar es que cuando el constituyente o el legislador
exigen la configuración de dolo o culpa grave, o incluso de culpa leve en el campo
del derecho disciplinario, es porque quieren ser indulgentes con los errores
que pueden ser cometidos por debajo de esos niveles de culpa, durante el ejercicio normal de las funciones públicas.
Esta
indulgencia tiene su clara justificación en el reconocimiento de una realidad
inevitable: el ser humano se equivoca. Si los servidores públicos tuvieran la
amenaza permanente de que cualquier error les generará una sanción, la
administración se paralizaría pues ellos preferirían quedarse cruzados de brazos
antes que actuar pues, obviamente, es más fácil equivocarse con la acción que
con la inacción.
Desafortunadamente
en muchas ocasiones los órganos de control fiscal olvidan esta graduación de
los niveles de culpa y terminan calificando cualquier error como “culpa grave”.
Incluso en el derecho disciplinario se olvida también que la culpa que amerita
una sanción es la leve y no cualquier tipo de culpa. De esta manera los órganos
de control terminan convirtiendo en inocua la definición legal de los niveles
de culpa, con lo cual provocan un efecto paralizador en la
administración pública, pues los servidores oficiales optan por hacer lo mínimo
posible, para no correr el riesgo de comprometer su responsabilidad patrimonial.
Los
órganos de control no pueden caer entonces en el despropósito de atacar de
manera indiscriminada a todo servidor público que haya cometido un error,
justificando esta actitud en la defensa de los intereses del Estado y de la
comunidad, bajo el pretexto de que ese castigo podría tener un carácter ejemplificador frente a los demás servidores, pues con ello terminan olvidando que el Estado sólo
quiere que se castigue a quien en verdad lo merece pero no desea que se
castigue a quien no se lo merece.
No
sobra mencionar que este tipo de amedrentamiento atemoriza más a los servidores
honestos que los deshonestos, pues éstos poco temor tienen ante la amenaza de
la pena ante el alto nivel de impunidad que existe en nuestro país y porque, en
no pocas ocasiones, se sienten protegidos por sus vínculos y contactos
políticos con los órganos de control.