Cuando hace 20 años se promulgó la ley 80
de 1993, se generó una gran expectativa en el mundo jurídico por su pretensión
de ser un estatuto de principios, más que un ordenamiento regulador y
casuístico; ese objetivo quedó expresamente plasmado en la exposición de
motivos del proyecto de ley que terminó siendo el Estatuto General de la
Contratación, cuando se dijo que éste “pretende convertirse en el marco
normativo de la actividad estatal en cuanto atañe a la contratación. Por ende,
su estructura se caracteriza por
definir y consagrar en forma sistematizada y ordenada las reglas y principios
básicos que deben encaminar la realización y ejecución de todo contrato que
celebre el Estado. No se trata, pues, de un ordenamiento de tendencia reguladora y casuística lo
cual entraba la actividad estatal como lo ha demostrado la experiencia.
Sólo recoge las normas fundamentales en materia contractual cuyo adecuado acatamiento se erija en la
única limitante de la autonomía de la voluntad, principio que debe guiar la
contratación estatal”.
En desarrollo de este propósito, la ley
80 de 1993 fue diseñada como un estatuto de principios tratando de no caer en
el extremo de regular de manera detallada cada una de las situaciones que
podían presentarse en la vida real, pues terminaría convirtiéndose en una
asfixiante camisa de fuerza para la administración; la tarea de darle vida al
Estatuto General de la Contratación le correspondía entonces a los servidores
públicos, y por eso el legislador les dio amplias facultades para actuar en
desarrollo del principio de la autonomía de la voluntad, pero siempre partiendo
del supuesto de que ellos serían conscientes de las limitaciones surgidas de los
principios generales, de tal manera que esto los llevara a adecuar su conducta
a los parámetros definidos por la ley.
Desafortunadamente el mundo ideal soñado
por el legislador es muy diferente a la realidad existente en todos los niveles
de la administración pública pues las facultades otorgadas por el legislador a
los servidores públicos para dirigir la actividad contractual, han sido
utilizadas en muchos casos con absoluta prescindencia de los principios
generales, produciéndose el mismo efecto desastroso que el equivalente a
entregar un revolver a un niño.
Un triste ejemplo de lo que ocurre cuando
los servidores públicos actúan sin la cabal comprensión de los principios
generales lo acabábamos de ver en dos recientes procesos de contratación
celebrados, uno a nivel de una alcaldía y otro a nivel de una gobernación. No
diré nombres propios para no personalizar la discusión, pero se trata de
ejemplos reales que bien podrían estar repitiéndose en varias entidades del
país.
En el primer caso se expidieron pliegos
de condiciones en los cuales se previó como requisito de participación, que los
interesados en presentar propuestas asistieran de manera obligatoria a la
audiencia de distribución de riesgos debiendo entregar ese mismo día una carta
de intención acompañada de una copia del RUP. En el segundo caso se estableció como
causal de rechazo de las propuestas la presencia de alguna inconsistencia en el
formulario mediante el cual se declaraba la capacidad residual de contratación.
La consecuencia de aplicar ambas causales
de rechazo en cada uno de los procesos de contratación, fue la eliminación de
buena parte de los posibles interesados y/o proponentes. Lo curioso es que en
ambos casos se trató de causales de eliminación “novedosas” en las licitaciones
públicas que fueron aplicadas con toda severidad sin tener en consideración el
principio de la prevalencia de lo sustancial sobre lo formal, so pretexto de
hacer valer la literalidad de la exigencia sobre cualquier otra consideración, afirmando
que ello era necesario para garantizar el derecho a la igualdad entre todos los
proponentes.
Lo ocurrido en estos dos casos, que son
un simple ejemplo de lo que pasa en muchas entidades, muestra que el excesivo
formalismo y la rigurosidad en la redacción de los pliegos de condiciones y su posterior
aplicación con los mismos criterios, se convierte en una peligrosa arma
entregada a quien no tiene la capacidad de discernir entre lo sustancial y lo
formal.
El autor Julio Rodolfo Comadira en su
obra La Licitación Pública explica al respecto lo siguiente:
“No es a la forma sino al rigorismo
formal al cual se debe combatir. El rigorismo formal se da, como dice Raspi,
cuando el intérprete se abraza a una estructura adjetiva ausente de contenido;
cuando no busca la custodia del derecho material, sino la forma por la forma
misma, olvidando que ésta, desvinculada del derecho sustantivo al que accede,
carece de razón, y agrega “que si en el procedimiento administrativo se habla
de formas esenciales, tales formas no son esenciales por el valor que ellas
encierran en si mismas; no es el rito lo que se pretende asegurar, sino el
derecho sustancial que él perite proteger; es la seguridad jurídica y no la
seguridad formal la que, en definitiva se protege” (Arturo Emilio Raspi, La
garantía constitucional de defensa, el debido proceso adjetivo y el rigorismo
formal, “E.D”, 179-737)”.
En derecho administrativo se ha identificado
un principio general conocido como el “informalismo” o el “formalismo moderado”
que trata de atemperar las consecuencias de un rigorismo exagerado. Este
principio quedó expresamente consagrado en el artículo 25 de la ley 80 de 1993 al
expresar en su numeral 15 lo siguiente:
“15. Las
autoridades no exigirán sellos, autenticaciones, documentos originales o
autenticados, reconocimientos de firmas, traducciones oficiales, ni cualquier
otra clase de formalidades o exigencias rituales, salvo cuando en forma
perentoria y expresa lo exijan leyes especiales.
La ausencia de
requisitos o la falta de documentos referentes a la futura contratación o al
proponente, no necesarios para la comparación de propuestas, no servirá de
título suficiente para el rechazo de los ofrecimientos hechos”.
Este principio fue consagrado por el
legislador para cerrarle la puerta a muchos funcionarios que utilizaban el
rigorismo exagerado para eliminar propuestas contrarias a sus intereses, pero a
pesar de la claridad del inciso segundo, muchas entidades no lo entendieron o
no quisieron entenderlo y siguieron eliminando propuestas por razones fútiles e
intrascendentes, motivo por el cual el legislador se vio en la necesidad de
precisar aún más el alcance de esta de esta garantía, ordenando lo siguiente en
el parágrafo primero del artículo 5 de la ley 1150 de 2007:
“Parágrafo 1°. La ausencia de requisitos o la falta de documentos
referentes a la futura contratación o al proponente, no necesarios para la
comparación de las propuestas no servirán de título suficiente para el rechazo
de los ofrecimientos hechos. En consecuencia, todos aquellos requisitos de la propuesta que no afecten la
asignación de puntaje, podrán ser solicitados por las entidades en cualquier
momento, hasta la adjudicación. No obstante lo anterior, en aquellos
procesos de selección en los que se utilice el mecanismo de subasta, deberán
ser solicitados hasta el momento previo a su realización”.
Y como al parecer algunas entidades
seguían sin entender o sin querer entender el alcance de esta garantía
procesal, el gobierno, a través del decreto 734 de 2012, trató de explicárselos
aun con mayor claridad al regular las reglas de subsanabilidad:
“Artículo 2.2.8. Reglas de subsanabilidad. En todo
proceso de selección de contratistas primará lo sustancial sobre lo formal.
En consecuencia no podrá rechazarse una propuesta por la ausencia de requisitos
o la falta de documentos que verifiquen las condiciones del proponente o
soporten el contenido de la oferta, y
que no constituyan los factores de escogencia establecidos por la
entidad en el pliego de condiciones, de conformidad con lo previsto en los
numerales 2, 3 y 4 del artículo 5° de la Ley 1150 de 2007 y
en el presente decreto.
“Tales requisitos o documentos podrán ser requeridos por la entidad en
condiciones de igualdad para todos los proponentes hasta la adjudicación, sin
que tal previsión haga nugatorio el principio contemplado en el inciso
anterior.
“Sin perjuicio de lo anterior, será rechazada la oferta del proponente
que dentro del término previsto en el pliego o en la solicitud, no responda al
requerimiento que le haga la entidad para subsanarla.
“Cuando se utilice el mecanismo de subasta esta posibilidad deberá
ejercerse hasta el momento previo a su realización, de conformidad con el
artículo 3.2.1.1.5 del presente decreto.
“En ningún caso la entidad podrá señalar taxativamente los requisitos o
documentos subsanables o no subsanables en el pliego de condiciones, ni
permitir que se subsane la falta de capacidad para presentar la oferta, ni que
se acrediten circunstancias ocurridas con posterioridad al cierre del proceso,
así como tampoco que se adicione o mejore el contenido de la oferta”.
Algunos servidores públicos,
consciente o inconscientemente, violan la prohibición de definir cuales
documentos o requisitos son subsanables o insubsanables, y acuden a la
estrategia de establecer que la ausencia, imprecisión o defectuosa presentación
de determinado documento o requisito, trae como consecuencia el rechazo de la
propuesta, lo que significa ni más ni
menos que declarar como insubsanable dicho documento o requisito, contrariando
de esta manera el querer del legislador; es así como terminan violándose las reglas
de subsanabilidad que autorizan corregir defectos meramente formales cuando se
trate de requisitos que no otorgan puntaje. Esta es la situación que
encontramos presente los dos procesos de contratación que estamos usando como
ejemplos, pues en ambos casos las eliminaciones se relacionaban con requisitos
que no otorgaban puntaje, a pesar de lo cual las entidades no quisieron dar la
oportunidad de subsanarlos o corregirlos; adicionalmente, aunque en ninguno de
ellos se dijo de manera expresa que la falta de entrega del RUP durante la
audiencia de distribución de riesgos (para la licitación del nivel municipal) o
los errores en el diligenciamiento del formulario de la capacidad residual (para
el caso de la licitación de la gobernación), tenían el carácter de
insubsanables, ambas entidades le dieron el carácter de “requisitos esenciales”
e impidieron la corrección de la supuesta falencia, a pesar de que ninguno
otorgaba puntaje, ni constituian factores de escogencia, pues simplemente
permitían al proponente verificar sus condiciones.
Con el afan de eliminar
masivamente las propuestas para demostrar una mal entendida transparencia, además
de vulnerarse la regla de subsanabilidad prevista en las leyes 80 de 1993 y la
ley 1150 de 2007, se violó el nuevo Código de
Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo que ratifica este
derecho al establecer en su artículo 40 que “durante la actuación
administrativa y hasta antes de que
se profiera la decisión de fondo se
podrán aportar, pedir y practicar pruebas
de oficio o a petición del interesado sin requisitos especiales”. Esta
norma reitera la tendencia legislativa de buscar que la entidad cuente con los
suficientes elementos de juicio para tomar una decisión justa, permitiendo que
se aporten pruebas (y un documento que aclara una situación o que subsana una
falencia constituye un medio probatorio), hasta antes de tomarse la decisión definitiva.
La única excepción legal, sería la relacionada con los requisitos que asignan
puntaje.
Las fallas comienzan
entonces desde la preparación de los pliegos de condiciones, en los cuales se
incluyen exigencias innecesarias o
exageradas, vulnerando el principio de proporcionalidad consagrado en el
artículo 14 del Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso
Administrativo, según el cual “en la medida en que el contenido de una
decisión de carácter general o particular sea discrecional, debe ser adecuada a los fines de la
norma que la autoriza, y proporcional a los hechos que le sirven de causa”.
Roberto Dromi en su
obra Licitación Pública recuerda que “todo acto de la Administración debe
encontrar su justificación en preceptos legales y en hechos, conductas y
circunstancias que lo causen. Tiene que haber una relación lógica y proporcionada entre el consecuente y los antecedentes, entre
el objeto y el fin. Por ello, los agentes públicos deben valorar razonablemente las circunstancias de hecho y el
derecho aplicable y disponer medidas proporcionalmente adecuadas al fin
perseguido por el orden jurídico” (pag 83, ob. cit.).
Para evidenciar los
abusos que se cometen en la definición de requisitos preguntémonos cuál es la
justificación de exigir que en la audiencia de distribución de riesgos se
entregue una copia del RUP como requisito habilitante para poder continuar en
el proceso de selección. La ausencia de justificación de esta exigencia salta a
la vista y se torna sospechosa con la sola constatación de ser una exigencia sui generis, que sólo a los servidores
públicos de ese ente territorial se les ha ocurrido, pues ninguna entidad había
tenido el atrevimiento de incluir un requisito tan absurdo.
¿Serán obligatorias
estas exigencias a pesar de su evidente ilegalidad y carencia de justificación?
Esta pregunta es fundamental pues la mayoría de las entidades alegan a su favor
que tal requisito, así sea injusto, absurdo o ilegal, debe ser exigido pues de
no hacerlo se atentaría contra el derecho de igualdad y afectaría a los
proponentes que “sí fueron diligentes” y cumplieron con lo exigido.
Esta afirmación
refleja también un desconocimiento de un aspecto fundamental de la normatividad
que rige la actividad contractual, cual es el mandato contenido en el inciso
final del numeral 5 del artículo 24 de la ley 80 de 1993 que consagra la
sanción de ineficacia de las estipulaciones de los pliegos de condiciones que
violen las reglas allí contenidas, al disponer que “Serán ineficaces de pleno
derecho las estipulaciones de los pliegos
y de los contratos que contravengan lo dispuesto en este numeral…”, siendo una
de las reglas contenidas en dicho numeral la que ordena que “Se definirán reglas
objetivas, justas, claras y completas que permitan la confección de
ofrecimientos de la misma índole, aseguren una escogencia objetiva y eviten la
declaratoria de desierta de la licitación”.
El concepto de
justicia es lo suficientemente omnicomprensivo como para entender que debe ser
inaplicada por ineficaz cualquier regla que carezca de una justificación
técnica o jurídica, que vulnere las normas jurídicas en las cuales debe
fundamentarse, como ocurre por ejemplo cuando de manera disimulada se incluye
una regla de no subsanabilidad, que pueda afectar la posibilidad de participar
de un posible proponente.
Esto nos lleva a
afirmar entonces, que si el problema comenzó con la inclusión de reglas
afectadas por un exceso de rigorismo formal, termina agravándose cuando dichas
reglas son aplicadas a rajatabla, bajo el supuesto de que dejar de aplicarlas
afectaría el derecho a la igualdad, desconociendo que existe un claro mandato legal
que convierte en ineficaces las relgas que sean subjetivas, injustas, confusas
o incompletas. Siguiendo con los ejemplos planteados, encontramos que en el
acto de adjudicación realizado por una de las gobernaciones más importantes del
país, se hizo un enorme esfuerzo para justificar la eliminación de 11oferentes, no porque no cumplieran con la
capacidad residual exigida, sino porque cometieron errores en el
diligenciamiento del formulario respectivo, argumentando que con ello violaron
el deber de lealtad y buena fe en la entrega de información. A pesar de toda la
elaboración conceptual que hicieron sobre el deber de lealtad en la entrega de
la información, lo cierto es que, en ninguno de los casos encontraron que la
consecuencia del error fuera que el proponente incumpliera con la capacidad residual
mínima, lo que indica que a pesar de haber existido el error, este sería intrascendente
pues en nada afectaba el resultado final y por tanto la sanción de eliminación
se torna en injusta y desproporcionada pues se fundamenta en la omisión de un
mero requisito formal que en nada afectaría el aspecto sustancial. Esto permite evidenciar
que la entidad departamental hizo prevalecer un requisito de forma por la
simple forma, sin tener en consideración si existía o no alguna afectación
frente a los aspectos sustanciales.
Para terminar quiero
traer a colación la explicación de Roberto Dromi sobre los principios de
informalismo y eficacia, pues suministran elementos adicionales sobre las ideas
que quiero dejar sustentadas en este artículo:
“b) Informalismo. El informalismo
trata de la excusación, a favor del interesado, de la observancia de exigencias
formales no esenciales y que se pueden cumplir posteriormente. Obliga a una
interpretación benigna de las formalidades precisas contenidas en el
procedimiento. En consecuencia, el oferente puede invocar la elasticidad de las
normas en tanto y en cuanto lo beneficien. Opera como un paliativo en su favor
por la falta de regulación adecuada o por la falta de límites concretos a la
actividad administrativa. No puede, en cambio, invocarlo la Administración. Hay
que interpretarlo en favor de los participantes, pues traduce la regla jurídic
del in dubio pro actione, o sea de la
interpretación más favorable al ejercicio del derecho de acción, para asegurar,
en lo posible, más allá de las dificultades de índole formal, una decisión
sobre el fondo de la cuestión objeto del procedimiento…
“c) Eficacia. El principio de
eficacia en la actuación administrativa tiene como objeto inmediato hacer
más eficiente la actuación de la administración y la participación d elos
administrados… La economía procedimental y el principio de simplicidad técnica
(p.ej. simplificación de procedimientos, concentración de elementos de juicio,
eliminación de plazos inútiles, o de reenvíos administrativos innecesarios,
flexibilidad probatoria, actuación de oficio, control jerárquico) posibilitan
una tutela efectiva de derechos y poderes jurídicos. Se trata de poner fin al
procedimentalismo o reglamentarismo anarquizante, pensando en la pronta
solución que reclama el ejercicio del poder y el respeto del derecho”
Como conclusión podemos afirmar que las
decisiones basadas en criterios meramente formales, con pleno desprecio del
derecho sustancial, dejan un amargo sabor pues siempre quedará la duda de si
obedecieron a estrategias diseñadas previamente para lograr un resultado
predeterminado o si con el exceso de rigorismo formal, los servidores públicos simplemente
manifiestan el desprecio de los principios generales del derecho administrativo
en general y de los principios generales de la contratación pública en
particular, cuyo respeto era fundamental para la adecuada aplicación del
Estatuto General de la Contratación. Ya sea que existiera una actitud dolosa
para dirigir la licitación hacia un resultado predeterminado, ya sea que las
decisiones hubieran sido adoptadas en aplicación de un anacrónico formalismo
jurídico, el efecto es el mismo, pues termina minándose la credibilidad de la
administración pública y afectándose derechos de los proponentes que participan
en las licitaciones confiando en que ellas serán adelantadas respetando la
normatividad vigente.