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martes, febrero 01, 2022

Los incumplimientos de un contratista no son actos de corrupción

Dos recientes eventos jurídicos ocurridos en días pasados abren la puerta para hacer una reflexión sobre la tendencia que se evidencian en algunos escenarios estatales que buscan hacer ver que los eventuales incumplimientos de los contratistas son actos de corrupción. Me refiero específicamente a la expedición de la ley 2195 de 2022 y al proceso de responsabilidad fiscal adelantado por la Unidad de Investigaciones Especiales contra la Corrupción de la Contraloría General de la República en contra de varias personas naturales y jurídicas que intervinieron directa o indirectamente en el proyecto Hidroituango, entre ellos varios contratistas, el cual fue cerrado el pasado 27 de enero con la declaración de reparación integral por pago total del fallo de responsabilidad fiscal proferido en contra de ellos.


1. Ley 2195 de 2022: deducciones en los puntajes obtenidos en procesos de selección por la existencia de multas o cláusulas penales

Con relación a la ley 2195 de 2022 se observa que el objeto de la misma fue definido en su artículo primero diciendo que “la presente Ley tiene por Objeto adoptar disposiciones tendientes a prevenir los actos de corrupción, a reforzar la articulación y coordinación de las entidades del Estado y a recuperar los daños ocasionados por dichos actos con el fin de asegurar promover la cultura de la legalidad e integridad y recuperar la confianza ciudadana y el respeto por lo público”. 

A pesar de que el objetivo claro de la ley es fortalecer los mecanismos de prevención y lucha contra la corrupción, se incluyó un artículo que castiga a los contratistas que hayan sido objeto de multas o cláusulas penales durante el último año con la reducción del 2% de los puntos totales que obtengan en procesos de selección. El inciso primero del artículo en cuestión dice así:

ARTÍCULO 58. REDUCCIÓN DE PUNTAJE POR INCUMPLIMIENTO DE CONTRATOS. Las entidades estatales sometidas al Estatuto General de Contratación de la Administración Pública que adelanten cualquier Proceso de Contratación, exceptuando los supuestos establecidos en el literal a) del numeral 2 del artículo 2 de la Ley 1150 de 2007, en los de mínima cuantía y en aquellos donde únicamente se pondere el menor precio ofrecido, deberán reducir durante la evaluación de las ofertas en la etapa precontractual el dos por ciento (2%) del total de los puntos establecidos en el proceso a los proponentes que se les haya impuesto una o más multas o cláusulas penales durante el último año, contado a partir de la fecha prevista para la presentación de las ofertas, sin importar la cuantía y sin perjuicio de las demás consecuencias derivadas del incumplimiento...

Esta disposición resulta perniciosa, no sólo por violar el principio de unidad de materia pues es claro que esta disposición nada tiene que ver con el objetivo previamente fijado de adoptar disposiciones tendientes a prevenir los actos de corrupción, sino que pareciera reflejar que los congresista creen que incurrir en algún tipo de incumplimiento que de lugar a una multa o a una cláusula penal, provoca que los contratistas deban ser considerados como corruptos y castigados como tales, pues sólo una creencia como esta daría lugar a que este tipo de consecuencias jurídicas se incluyan en una ley de lucha contra al corrupción. 

Esta concepción evidencia un desconcertante desconocimiento  del quehacer contractual, pues es claro que no todo incumplimiento contractual tiene su origen en una práctica corrupta tendiente a defraudar dolosamente los intereses públicos. Un problema de calidad, un retraso en el cronograma de obra, la no entrega oportuna de un informe, demoras en la gestión predial, etc., pueden ocurrir por muchas razones diferentes a un fin corrupto e, incluso, a pesar de haberse impuesto una multa es muy posible que con posterioridad a ella se hubiera corregido el error satisfactoriamente sin generar un perjuicio real a la entidad, pero la multa quedó en firme generando un pernicioso antecedente. Adicionalmente, no todos los incumplimientos tienen la misma connotación: no es lo mismo la demora en la entrega de un informe que, por ejemplo, cause una multa equivalente a un salario mínimo legal, que problemas de calidad en un viaducto que pueda dar lugar a hacer efectiva una cláusula penal de cientos de millones de pesos. A pesar de lo anterior, para nuestro legislador ambos contratistas merecen igual castigo en el marco de una ley anticorrupción y ambos serán sancionados con el mismo descuento pues este se causará “sin importar la cuantía”, lo cual evidencia también una grave vulneración al principio de proporcionalidad y racionalidad que debería estar implícito en todas las actuaciones del poder público. Esta situación va a generar graves injusticias derivadas de la inexcusable equiparación que hace el legislador de actos de incumplimiento a actos de corrupción además de incrementar la litigiosidad pues la única forma de liberarse de dicha sanción es que la sanción haya sido objeto de una demanda contencioso administrativa, tal como lo consagra el parágrafo primero del artículo 58.

2. El proceso de responsabilidad fiscal adelantado por la Unidad de Investigaciones Especiales contra la Corrupción de la Contraloría General de la República con relación al proyecto Hidroituango.

El otro asunto que motiva esta reflexión es el cierre del proceso de responsabilidad fiscal por la reparación integral del supuesto daño al que fueron condenadas varias personas naturales y jurídicas en un fallo proferido el año pasado (2021) por la Unidad de Investigaciones Especiales contra la Corrupción y relacionado con la ejecución del proyecto Hidroituango. A este proceso, además de varias personas naturales que fungieron como administradores del proyecto, estuvieron vinculados diferentes contratistas que cumplieron diversos roles en la ejecución del mismo, ya fuera como asesores, diseñadores, interventores o constructores y contra todos ellos se profirió una condena solidaria de responsabilidad fiscal por supuestas actuaciones “gravemente culposas”. La investigación fue adelantada por la Unidad de Investigaciones Especiales contra la Corrupción, la cual fue creada mediante el artículo 128 de la ley 1474 de 2011 “con el fin de fortalecer las acciones en contra de la corrupción”. La asignación de este asunto a dicha unidad, evidencia un prejuicio de parte de la Contraloría pues se partió del supuesto de que los problemas presentados en dicho proyecto ameritaban ser estudiados por una unidad especializada en la investigación de actos de corrupción. A pesar de este prejuicio, a lo largo de toda la investigación, la Contraloría no logró evidenciar ninguna señal de un acto doloso tendiente a defraudar los intereses públicos o que buscara generar una apropiación de recursos públicos ni alguna otra conducta que pudiera considerarse como un comportamiento típico de corrupción administrativa, lo cual debe constituir una gran frustración para un funcionario cuyo cargo fue creado por la ley con el fin de fortalecer las acciones en contra de la corrupción. Al contrario, sólo se afirmó que existieron ciertas conductas u omisiones que coadyuvaron a la causación del daño, afirmación esta que, en todo caso, careció del debido soporte probatorio y que está supeditada al respectivo control jurisdiccional. De hecho, la parte resolutiva del fallo de responsabilidad fiscal no ordenó compulsar copias a la fiscalía para que se adelantara alguna investigación penal, pues no se encontró ningún hallazgo de tipo penal.  

A pesar de que la investigación no encontró alguna práctica corrupta, el buen nombre de quienes estuvieron involucrados en este proceso quedó mancillado por el hecho de haber sido objeto de una condena por quien fue investido por la ley con facultades para ejercer actuaciones tendientes a fortalecer “acciones en contra de la corrupción” y quien lleva el inquisidor nombre de “Unidad de Investigaciones Especiales contra la Corrupción”, lo que ha dado lugar a que todos los involucrados tengan que estar suministrando permanente explicaciones a la opinión pública en el sentido de que, a pesar de haber sido objeto de una cuantiosa condena, esta condena nada tuvo que ver con prácticas de corrupción administrativa como quedaría tácitamente insinuado por el nombre del ente que los condenó.

Los anteriores ejemplos evidencian una preocupante tendencia a identificar reales o presuntos incumplimientos contractuales con actos de corrupción, lo que da lugar a que se prevean consecuencias absurdas y desproporcionados frente a eventuales falencias de los contratistas bajo el supuesto de que, independientemente de la naturaleza y consecuencias del incumplimiento, ellos merecen un severo castigo. Adicionalmente, las investigaciones que se abren en torno a eventuales deficiencias en la ejecución contractual se inician con el grave prejuzgamiento de haber sido motivada por fines corruptos lo que necesariamente incidirá en una actitud prejuiciosa del funcionario investigador en contra de su investigado. 

Frente a esa actitud hay que concluir que, aunque es apenas obvio que los incumplimientos contractuales den dar lugar a las consecuencias económicas a que haya lugar, estas deben ser adoptadas de acuerdo con el contrato y con las disposiciones previstas en el Estatuto General de la Contratación, que es la normatividad donde deben estar regulados estos temas con  criterios de proporcionalidad y racionalidad, pero sin que los contratistas deban sufrir además una lapidación pública a través de la cual los estigmaticen como “corruptos” cuando en sus actuaciones no hubo conductas dolosas ni ánimo defraudatorio alguno. 



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